Rapid-eye movement
El helicóptero clase Lynx sobrevoló una vez más aquel cuadrante del territorio iraquí, en la región de Radwaniyah, a dos mil quinientos metros de altura. Las hélices cortaban el aire produciendo un sonido amortiguado, relajante, que para Eli resultaba casi narcótico. Estaba aletargado, como si el día anterior hubiese acumulado el cansancio de semanas. De buena gana se habría entregado al sueño allí mismo, pero el despliegue era inminente. El piloto ya había avisado: seis minutos. El veterano sargento Highway, jefe de la unidad Bravo Four Zero, se aclaró la garganta y se dirigió a su grupo.
—Hace una mañana preciosa para saltar, ya lo creo que sí. No sean impacientes, señoritas. Esos misiles seguirán ahí, no van a irse a ninguna parte. Repasemos el plan una última vez. —Hubo un par de suspiros de protesta; no era la primera vez que repasaban el plan “una última vez”. Highway subió el tono de voz—. Primero, hay que reagruparse con los compañeros del Bravo Six Zero. Nos esperan en tierra con el transporte que necesitamos para cruzar el desierto. Juntos, mañana a estas horas habremos tomado el punto Victor Two, la torre de comunicaciones. La torre asiste por radio en el lanzamiento de los misiles SCUD en toda la mitad occidental del país; la mitad que nos interesa. Inteligencia confía en que la torre guarde también el premio gordo, la localización de esos misiles. La información que manejamos asegura que la vigilancia es débil, no nos esperan, no saben que lo sabemos. Así que seremos rápidos y precisos. Entrar y salir con sigilo es clave. Para entonces los hombres del SBS (Servicio Especial de Embarcaciones) habrán cortado ya las comunicaciones por mar; si todo va bien el enemigo no sabrá que hemos estado allí hasta mucho después de habernos ido. —Hizo una pausa mientras el helicóptero se agitaba por una turbulencia, luego siguió—. Como ya saben, no es suficiente con localizar los misiles. La misión es destruirlos, que no haya dudas con esto. Esas cosas tienen un alcance de 650 kilómetros, suficiente para atacar a nuestros aliados y alargar la guerra Dios sabe por cuánto tiempo más. Arabia Saudí e Israel están ya en el punto de mira, así que esto es prioritario para el alto mando. Por eso nos envían, esto no lo puede hacer cualquiera.
—¿Tendremos CAS (Apoyo Aéreo Cercano) desde el principio, señor? —preguntó Bloom, el artificiero. A Eli le pareció una pregunta redundante.
—No de inmediato, cabo —respondió el sargento Highway—. Antes tenemos que allanar el camino. Los cabrones de ahí abajo usan señuelos constantemente, nuestros pájaros no distinguen lo falso de lo real y no podemos malgastar más ataques aéreos. Se necesitan ojos a nivel del suelo. Visualizaremos los SCUD in situ y daremos el visto bueno para los bombardeos; si por alguna razón no tuviéramos apoyo aéreo, los destruimos nosotros mismos. Y nos marchamos. El punto de extracción pasa por Al-Kaim, junto a la frontera. Una vez en Siria la misión se da por concluida. Eso es todo, caballeros. Sencillo. ¿Queda claro?
En efecto, todos lo tenían claro. El SAS británico estaba entre las mejores fuerzas especiales del mundo, no había hombres más preparados. Eli era el miembro más joven de la historia en ingresar en el cuerpo, y lo habían aceptado como uno más, sin recelos. Por meses estos soldados habían convivido con él, habían llegado a conocerlo mejor que nadie. Lo respetaban y era un sentimiento recíproco. Sin embargo, ni toda esa camaradería, esa familiaridad, consiguió levantar sospecha alguna. No, nadie desconfió.
Él no estaba allí con las mismas órdenes que el resto. En absoluto. Se encontraba en una misión particular, encubierta. Llegado el caso estaba autorizado para ignorar todo lo que había dicho el sargento, dejar morir a sus compañeros si fuera necesario. El Servicio de Inteligencia Secreto necesitaba un infiltrado entre el Servicio Aéreo Especial; espías metiendo el hocico en las fuerzas especiales de su propio país. Y se lo habían asignado a él. Era lo que coloquialmente se conocía como un “topo”. No había remordimientos ni empatía, la mentira era parte de la misión. Su trabajo requería mantener la templanza, y él era un profesional. Ya habría tiempo para el frenesí de la batalla. «Cada cosa en su momento».
Llegó la hora. El sargento abrió la puerta de la cabina y el placentero ronroneo de los motores dio paso al estruendo de un viento huracanado con olor a gasolina que penetró en el interior. Y por encima, sin embargo, había otro sonido. Eran como…
Pasos. Lejanos, pero acercándose.
La luz roja del piloto que indicaba la llegada a la zona de salto se encendió, y los ocho hombres se incorporaron para salir. Al apelotonarse se deseaban buena suerte los unos a los otros, a su manera.
—Dios santo chico, ¿quién demonios te ha puesto esa mochila? Se mueve raro, yo que tú no saltaba.
El sargento Highway fue dando paso a cada uno de ellos.
—Muy bien, ¡ya, ya, ya!
Los soldados se dejaron caer uno tras otro, desalojando el vehículo. Eli saltaba el último. Cuando se quedó solo lo volvió a oír.
Pasos en la oscuridad. Uno, dos, tres. Uno, dos, tres.
—Vamos niño, ¡salta! —azuzó el sargento.
Obedeció. En la falsa ingravidez de la caída miró al suelo, todavía lejano. Grandes columnas de humo se alzaban al cielo; el espectáculo de los pozos petrolíferos ardiendo al alba era intimidatorio. Una de las columnas más lejanas llegaba casi hasta su altura, y Eli giró la cabeza para apreciarlo mejor. Entonces, por el rabillo del ojo, se percató de una forma indefinida, una mancha oscura levitando junto a él. ¿Sería un jirón de humo que había llegado ahí arriba? El suelo aceleraba en colisión directa. Abrió el paracaídas y la familiar sacudida de la desaceleración le golpeó. Podía ver a sus compañeros no mucho más abajo, a salvo. Todo había salido bien. El descenso estaba controlado cuando lo vio otra vez. De nuevo la sombra, pero más definida. No era humo. Era una persona pequeña, un niño. Ahí, en el aire. No tenía rostro. «Esto no está pasando».
Tocó tierra en un aterrizaje algo más brusco de lo usual. Guardó el paracaídas y a los pocos segundos todo el grupo estaba reunido alrededor del sargento Highway, parapetados frente a unos troncos muertos, el recuerdo de lo que una vez debió ser un pequeño oasis. Miraban el mapa y a los alrededores concienzudamente, asegurándose de estar donde debían. Por fin, el sargento levantó la cabeza.
—Reporte de radio, Baylis. Avisa a Bravo Six Zero de nuestra posición. Que esos vehículos vengan a recogernos.
Cada hombre tenía un rol específico que cumplir en el grupo. Había especialistas en explosivos, medicina, topografía, mecánica. Cualquier ámbito que fuese necesario. Eli era experto en idiomas. Hablaba siete con fluidez, incluido el árabe. En caso de necesidad podían obtener información de la población local, o esa era la idea.
Baylis, el experto en telecomunicaciones, manipuló su radio.
—Atención Zero Six, aquí Bravo Four Zero. Comprobación de radio, cambio.
No hubo respuesta. Lo volvió a intentar dos, tres, cuatro veces. Nada.
—Señor, algo está fallando. El transmisor no da señal, no puedo contactar con ellos.
—Joder. ¿Podemos saber al menos de qué lado está el error?
—La avería está en nuestra radio, sargento. Sin duda. Hace una hora estaba bien, la revisé.
—Nadie le está culpando, soldado. Bueno, conocen el procedimiento. En caso de no haber comunicaciones un helicóptero nos recogería a las 20:00 en el punto de emergencia. Esa es una opción. La otra es improvisar. ¿Qué me dicen?
El sargento preguntaba por cortesía. Por supuesto, al final era decisión suya. Pero de poder, nadie hubiese optado por marcharse. No habían llegado allí para eso. Seguirían.
—“Quien arriesga gana”. Así me gusta, chicos. Estamos preparados para esto. Plan B. Si la montaña no va a Mahoma… ¿Conocemos la posición actual aproximada del Bravo Six?
Contestó Kane, el topógrafo, que tenía mejor comprensión del terreno.
—Sí, sargento. Aproximada. Se supone que están apostados en las afueras al sureste de Bagdad, en algún punto junto al Tigris.
Eli intervino.
—No nos sirve como punto de encuentro. Lo que aguardan es una llamada, no que vayamos allí. Y estamos incomunicados. Aguantar esa posición es arriesgado, no vale la pena. No nos esperarán. El Bravo Six partirá sin nosotros.
El sargento Highway se le quedó mirando. No era habitual que Eli se hiciese oír, y algunos confundían su discreción por timidez de juventud. Pero las pocas veces que hablaba al grupo, éste le escuchaba con atención. Finalmente Highway asintió.
—Estoy de acuerdo, hijo. El soldado White tiene razón. En caso de duda supondrán que hemos sido abatidos. —Se volvió a Kane—. ¿Cuánto tardaríamos a pie hasta la torre de comunicaciones?
—Hmmm… calculo que unas seis o siete horas. Puede que más. Son 20 kilómetros, pero depende del estado del terreno.
—Decidido entonces. Ganaremos tiempo yendo directamente hasta el objetivo. Con suerte los encontraremos allí; nosotros en su lugar haríamos lo mismo. Andando.
Los ocho hombres empezaron una penosa marcha con treinta kilos a su espalda entre equipo, armas y avituallamiento. El Sol estaba ya alto en el cielo, el aire era seco y el suelo árido hasta agrietarse. Para no estar tan expuestos en mitad del desierto, caminaron siguiendo el cauce de un río agotado que hubiese bajado en dirección a Bagdad. El cauce proporcionaba cierta protección, formando pequeños riscos a los lados desde donde podían asomarse al camino principal, poco transitado pero peligroso. De vez en cuando avistaban un camión iraquí, o una batería antiaérea en las colinas. Sabían que, si algo salía mal, estarían rodeados en cuestión de minutos.
Transcurrida una hora, escucharon un trote de pezuñas y una voz infantil no lejos de su posición. Era un joven pastor local con su rebaño.
—Rápido, ¡a cubierto! —ordenó el sargento en voz baja.
Todos pegaron la espalda al amparo de unas rocas, junto al reseco cauce. El sonido se aproximaba. Las cabras se adelantaron, algunas bajaban ya a su altura y los miraban con curiosidad. El niño permanecía arriba. Eli asomó la cabeza lo justo para echar un vistazo. Era… un niño con una chaqueta negra de cuero, de mangas largas. Llevaba una máscara antigás de la que sobresalían unos rizos rojizos. Sus pies descalzos levitaban medio metro sobre el suelo. Le miraba directamente. «Esto no está pasando». Eli parpadeó. Cuando miró de nuevo, solo encontró un crío de tez aceitunada, con ropas de lana, una vara y un gorrito al estilo autóctono. De repente el niño salió corriendo en dirección contraria.
—¡¿Qué demonios…?! ¿Nos ha visto? —preguntó uno de los soldados.
—Paso ligero. Vamos. —El sargento mantenía la calma, pero en su cara se leía la preocupación. Estaban caminando sobre el filo de la navaja.
A partir de ese momento desecharon gran parte de la carga de sus mochilas, todo lo que no fuese imprescindible para la consecución de la misión, y así aumentar el ritmo de la marcha. Se irían turnando para llevar el equipo pesado, la ametralladora browning del calibre 50 y los misiles milan. Confiaban en que el agua y la comida que llevaban en el cinturón táctico fuese suficiente para la ida; ya se reabastecerían cuando encontrasen a los compañeros del Bravo Six. Se pusieron además pañuelos sobre la cabeza a modo de camuflaje. Pensaron que, desde lejos y a ojos inexpertos, se los podía confundir con tropas del país. Se arrancaron las banderas y cualquier elemento llamativo con la esperanza de que el uniforme color caqui o sus fusiles de asalto M16 no les delataran de inmediato. A fin y al cabo, nadie esperaba soldados aliados caminando tan lejos de la frontera.
Su estrategia se puso a prueba muy poco después. El sargento Highway fue el primero en verlos. A la izquierda, asomados al cauce seco, las siluetas de un par de milicianos se recortaban contra la claridad del cielo, unos quince metros por delante. Aunque vestidos con ropas civiles similares a las del niño pastor, los dos portaban AK-47s. Su aspecto no era amistoso en absoluto, seguramente el crío los había delatado después de todo. Desde arriba observaban como gárgolas la peculiar procesión de la patrulla, que avanzaba en fila. Nadie dijo nada, los ocho hombres siguieron caminando cabizbajos ante la presencia de aquellos espectadores silenciosos, en un empeño imposible de no llamar la atención. Quién sabe cuánto tiempo llevaban mirando. Y el cauce pasaba justo enfrente; a esa distancia no engañarían a nadie. Pero retroceder suponía revelarse al enemigo.
—Nos van a descubrir —susurró el soldado que precedía a Eli en la formación.
Era cierto. Alguien tenía que hacer algo, no podían simplemente pasar por delante como si nada. Eli se anticipó a la fila y encaró en dirección a los dos hombres.
—As-salam aleikom —saludó con el acento iraquí más convincente que fue capaz de imitar, llevándose la mano del pecho a la frente y alzándola luego al aire.
Comenzó un intercambio de palabras árabes en las que Eli soltaba una ristra de frases y los dos hombres respondían con monosílabos. El resto de los británicos seguían caminando con la cabeza gacha. Ellos no podían entender nada de la conversación, pero no les estaban disparando y ese hecho hablaba por sí solo. Finalmente pasaron de largo. Eli se despidió y volvió con la fila.
—No he dado orden de actuar, cabo White —le reprochó el sargento Highway.
—Relájese, sargento. Había que hacer algo, y lo sabe.
—¿Qué demonios les has dicho de todas formas? —preguntó, todavía atónito de haber salido indemne.
—Les he dicho que volvíamos de luchar contra los americanos, y que nos estaban siguiendo. Que deberían ir a proteger la aldea. Que los niños y mujeres estaban en peligro. Ese tipo de cosas.
—Jesús… Cuando volvamos a casa te vienes conmigo a comprar lotería. Creo que no eres consciente de la suerte que tienes. Y respetarás la cadena de mando a partir de ahora.
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