El sol no se mostró ese día. Desde el amanecer, un cielo gris cubría la tierra como un manto que presagiaba la tormenta que se avecinaba. El viento soplaba con fuerza, arrastrando las hojas secas que chocaban entre sí como si quisieran huir.
El mundo ya no era el mismo. No lo había sido desde aquel desastre global. En 2030, un virus desconocido arrasó con todo lo que conocíamos. La humanidad, que alguna vez había demostrado una asombrosa resiliencia, se redujo a un puñado de sobrevivientes dispersos por lo que quedaba del planeta. La civilización colapsó, y con ella, sus estructuras, costumbres y ciudades. Todo se vino abajo en cuestión de meses, como si el tiempo hubiera dado un giro oscuro e irreversible.
Los humanos, siempre adaptables, ahora se conformaban con pequeños asentamientos, esperando ser consumidos por la sombra de lo que alguna vez fueron. Se agrupaban en comunidades, buscando lo más básico: comida, agua y un poco de placer en medio del infierno.
Samantha, quien pertenecía a una de esas aldeas, caminaba sola entre las ruinas de lo que una vez fue un parque. En sus manos, un machete oxidado que había encontrado en una ferretería, ahora su única protección contra los necrófagos que vagaban por el paisaje desolado. Había aprendido a moverse con cautela, a mantener sus pasos en silencio y a confiar más en su instinto. Era especialmente cuidadosa y prefería explorar sola; no sabía cuándo llegaría la traición de alguien a quien alguna vez llamó amigo, ni cuándo esa persona se convertiría en infectado e intentaría matarla.
Las lluvias ácidas, que caían con frecuencia, se habían vuelto comunes. Sus gotas quemaban la piel, dejando marcas que nunca sanaban del todo, pero eso ya no importaba. Llegar al mañana junto a su hermano era el único objetivo que le quedaba.
En medio de todo esto, la humanidad había aprendido a adaptarse al veneno que caía del cielo, cubriéndose con telas impermeables y máscaras que apenas filtraban los gases mientras deambulaban por el espantoso parque de la zona roja.
De pronto, una sombra se movió a su izquierda, entre los arbustos. Samantha se detuvo en seco, su pulso se aceleró. Contuvo el aliento y apretó con más fuerza el mango del machete.
Una figura humana apareció—o al menos, lo que quedaba de una. Samantha alcanzó a distinguir un ser encorvado, con la mitad del rostro destruido, carne expuesta y restos de sangre seca manchando su ropa hecha jirones.
Lo más perturbador estaba en su mirada; aquellos ojos sin vida no reflejaban nada, ni siquiera un atisbo de deseo. Parecían los de un pez muerto flotando en el borde de su charco—quizá una descripción más precisa que cualquier película apocalíptica.
Samantha contuvo la respiración al darse cuenta de que el necrófago sostenía lo que quedaba de un cuerpo, devorando los órganos con frenesí. La escena era grotesca, lo que le provocó náuseas al instante, pero también era un recordatorio de lo que le sucedería si alguna vez dejaba de moverse.
Un escalofrío recorrió su espalda. Sabía que no debía acercarse; el riesgo era demasiado alto. El virus-E había infectado a más de la mitad de la población y se transmitía por contacto. La figura, como un animal perdido en su macabro festín, no distinguía entre mujeres o niños—simplemente permanecía ajeno al mundo, impulsado por su instinto de matar y devorar. Samantha retrocedió lentamente, consciente de que su supervivencia dependía de mantener la distancia con esa aberración.
Apretó los dientes con rabia. Ya había enfrentado a demasiados como para perder tiempo. Se dio la vuelta, apurando el paso para tomar otro camino, alejándose lo más rápido posible. Tenía que salir de ahí antes del anochecer—no podía esperar a que las bestias se agruparan.
Avanzó por el sendero desolado, la lluvia cayendo sobre su ropa, disimulando el sonido de sus pasos. A lo lejos, en el horizonte, el retumbar de un trueno la hizo acelerar.
En las últimas semanas, circulaba un rumor en la aldea sobre un posible refugio, un muro que se alzaba hacia el cielo y mantenía a los necrófagos alejados. Algunos hablaban de una fortaleza al norte, a cientos de kilómetros de allí. Pero nadie había regresado para confirmar su existencia.
Mientras caminaba, la lluvia se intensificó, y con ella, el frío. Una vez más, Samantha sintió el peso de la responsabilidad. Mucho antes de que todo esto comenzara, nunca había valorado realmente a su familia. Ahora que estaba sola con su hermano menor, una profunda añoranza le oprimía el corazón al pensar en lo que las bestias le habían arrebatado: la salud deteriorada de su hermano, la cálida voz de su madre llamándola para desayunar, los gritos de su padre mientras veía el juego de béisbol. Todo eso ahora no eran más que sombras lejanas. La cruel realidad de este mundo se resumía en matar o morir.
El hedor a carne podrida se aferraba a su ropa mientras se acercaba a la aldea—no importaba cuánto caminara, el horror la seguía como una segunda piel. Incluso ahora, al ver las puertas rotas, no sentía consuelo. Solo más muros detrás de los cuales sobrevivir.
En un mundo desgarrado por un desastre que lo cambió todo, la esperanza es un lujo que pocos pueden permitirse. Samantha camina entre ruinas, sombras y traiciones, con un solo objetivo que le da sentido a cada día: sobrevivir. Pero en un lugar donde la humanidad ha sido reducida a su instinto más primitivo, hasta lo más pequeño puede significar la diferencia entre la vida y la muerte.
Una historia de supervivencia, desesperación y fuerza silenciosa, donde cada paso es un riesgo… y cada decisión, un precio.
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