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Necrofagos

Whispering Beasts

Whispering Beasts

Jun 17, 2025



The sun never appeared that day. From dawn, a gloomy sky covered the land like a blanket foreshadowing the approaching storm. The wind blew strongly, dragging the dry leaves that crashed against each other as if trying to flee.

The world was no longer the same. It hadn't been since that global disaster. In 2030, an unknown virus wiped out everything we knew. Humanity, which had once demonstrated incredible resilience, was now reduced to a handful of survivors scattered across what remained of the planet. Civilization had collapsed, and with it, its structures, customs, and cities. Everything crumbled in a matter of months, as if time itself had taken a dark and irreversible turn.

The humans, always adaptable, now settled into small settlements, waiting to be consumed by the shadow of what they once were. They gathered in groups, seeking the most basic things: food, water, and a little pleasure in this hell.

Samantha, from one of those villages, walked alone among the ruins of what had once been a park. In her hands, a rusty machete she had found at a hardware store, now her only protection against the ghouls that roamed the desolate landscape. She had learned to move cautiously, to quiet her steps, and to rely more on instinct. She was especially cautious and preferred to explore alone; she didn't know when someone she had once considered a friend would betray her, or when that person would become infected and try to kill her.

The acid rains that fell frequently had become commonplace. Their drops burned the skin, leaving marks that never fully healed, but that didn't matter. Achieving tomorrow with his brother was his only goal in life.

Amidst all this, humanity had learned and adapted to the poison that came from the sky, covering themselves with impermeable fabrics and masks that barely filtered the gases as they wandered through the fearsome red-light district park.

De repente, una sombra se movió a su izquierda entre los arbustos. Samantha se detuvo en seco, con el pulso acelerado. Contuvo la respiración un instante y apretó con más fuerza el mango del machete.

Apareció una figura humana, o al menos, lo que quedaba de ella. Samantha distinguió un ser encorvado, con la mitad del rostro destrozado, carne expuesta y restos de sangre seca manchando sus ropas andrajosas.

Lo más inquietante estaba en su mirada; esos ojos sin vida no reflejaban nada, ni siquiera un atisbo de deseo. Parecían un pez muerto flotando en la orilla de su estanque; quizás una descripción más precisa se encontraría en esas películas apocalípticas.

Samantha contuvo la respiración al darse cuenta de que las manos del necrófago sostenían lo que quedaba de un cuerpo, devorando los órganos con frenesí. La escena era grotesca, lo que le provocó náuseas al instante, pero también fue una advertencia de lo que le sucedería si alguna vez dejaba de moverse.

Un escalofrío le recorrió la espalda. Sabía que no debía acercarse; el riesgo era demasiado alto. El virus E había infectado a más de la mitad de la población y se transmitía por contacto. La figura, como un animal perdido en su macabra alimentación, no distinguía entre mujeres y niños; simplemente permanecía aislada del mundo, impulsada por sus instintos de matar y comer. Samantha retrocedió lentamente, consciente de que su propia supervivencia dependía de mantener la distancia de aquella aberración.

Apretó los dientes con rabia. Se había enfrentado a demasiados como para perder el tiempo. Se dio la vuelta, apresurándose a tomar otro camino, alejándose lo más rápido posible. Tenía que irse antes del anochecer; ansiaba que las bestias se reunieran.

Avanzó por el sendero desolado, con la lluvia cayendo sobre su ropa, enmascarando el sonido de sus pasos. A lo lejos, en el horizonte, el estruendo del trueno la hizo acelerar el paso.

En las últimas semanas, circulaba un rumor en la aldea sobre un posible refugio, una muralla que se alzaba hasta el cielo y mantenía alejados a los necrófagos. Algunos hablaban de una fortaleza en el norte, a cientos de kilómetros de allí. Pero nadie había regresado para confirmar su existencia.

Mientras caminaba, la lluvia arreció, y con ella, el frío. Una vez más, Samantha sintió el peso de la responsabilidad. Mucho antes de que todo esto comenzara, nunca había apreciado el valor de su familia. Ahora que estaba sola con su hermano menor, un profundo anhelo se apoderó de su corazón al pensar en lo que las bestias se habían llevado: el deterioro de la salud de su hermano, la cálida voz de su madre llamándola para desayunar, los gritos de su padre mientras veía el partido de béisbol. Ahora todo eso no eran más que sombras lejanas. La cruel realidad de este mundo se había convertido en matar o morir.

El hedor a carne podrida se le pegaba a la ropa al acercarse a la aldea; no importaba cuánto caminara, el horror la seguía como una segunda piel. Incluso ahora, al ver las puertas rotas, no había consuelo. Solo más muros tras los que sobrevivir.


---

El sonido de las bestias resonaba más allá del oscuro sendero; un rugido sordo y desagradable se mezclaba con la lluvia ácida torrencial que amenazaba con tocarme la piel. Cada crujido de ramas secas bajo sus pies me hacía acelerar el paso, consciente de que se me agotaba el tiempo. Tenía que darme prisa: la noche no perdonaba a nadie, y esas criaturas insaciables acechaban a la menor distracción.

Por suerte, la aldea ya estaba a la vista; sus siluetas borrosas se recortaban contra el cielo enfermizo. Pero no era un refugio seguro; siempre había alguien dispuesto a quitarte lo que tuvieras. Las puertas, ya rotas y medio derrumbadas, apenas ofrecían protección, y las miradas desconfiadas de los demás supervivientes eran tan afiladas como un arma. Aun así, era mejor que arriesgarme a vagar por ese maldito lugar. Mi respiración se hacía más pesada a medida que me acercaba, pero mantuve la calma, recordándome a mí mismo que tenía que seguir adelante, por el bien de mi hermano.

La entrada del pueblo siempre había sido un lugar sombrío, pero ese día se sentía diferente. Dos hombres me miraban con ojos lascivos, llenos de deseo. Me trajo recuerdos que preferiría haber olvidado, pero no podía permitirme sentir miedo. No por mí, sino por mi hermano menor, cuya salud empeoraba cada día. Cerré los ojos y me tragué la incomodidad al cruzar la puerta, sintiendo cómo cada paso me arrastraba más profundamente a este lugar.

Me dirigí a la cabaña en ruinas, la que no duraría mucho más. Cada noche, la madera crujía bajo el viento gélido, y a veces me preguntaba si sería la última. La puerta, ya desgastada y a punto de caerse, se abrió con un crujido, y en cuanto entré, lo vi.

Allí estaba él, mi hermano, acostado en la cama, cubierto por una manta hecha jirones. Tenía los ojos cerrados, el rostro pálido y, aunque respiraba débilmente, la tos persistente lo mantenía cautivo.

Me acerqué en silencio, con miedo de despertarlo, y le tomé la temperatura. No había mejorado, pero al menos no había empeorado. Algo era algo, me dije, aunque sabía que el tiempo se agotaba. Suspiré aliviada y caminé hacia la cocina, que en realidad era solo un rincón con unas ollas viejas y rotas. Los platos se caían a pedazos, y la comida —si es que se le podía llamar así— era un montón de sobras que no durarían más que unos días. El agua… apenas quedaban dos litros, lo que significaba que tendría que volver al pozo. No había otra opción, pensé, mirando la botella casi vacía.

¿Cuántos días más aguantará mi hermano? La pregunta me consumía, pero intenté no dejar que el pensamiento me corrompiera. No podía permitirme derrumbarme.

¡Tos, tos!

Una tos seca interrumpió mis pensamientos. Miré rápidamente hacia la cama. Era él, mi hermano. La tos lo había despertado. Su cuerpo, ya débil, temblaba bajo las sábanas, pero sus ojos permanecían cerrados, como si luchara por mantener la fuerza en ese cuerpo escuálido.

"No puede ser..." El nudo en mi garganta se hizo más fuerte, y la desesperación me ahogó. Me sentí vacío. Mis ojos se enrojecieron, pero logré contener las lágrimas. No podía permitirme llorar. No ahora... no por mí, sino por él.

Necesitaba encontrar una solución rápido. Quizás ir a un hospital... pensé, pero descarté la idea rápidamente: el más cercano estaba a más de treinta kilómetros, y no había garantía de encontrar los suministros que necesitaba.

Salí de la cabaña con la cabeza en las nubes. No se me ocurría nada, y una inquietud constante me recorría todo el cuerpo.

Caminé por las polvorientas calles del pueblo, que antaño había sido un lugar animado, lleno de risas y actividad. Ahora, todo estaba muerto. Cada rincón parecía una sombra del pasado: gris y decadente, un lastimoso reflejo de este mundo. Los necrófagos acechaban afuera, y a veces irrumpían, obligando a todos a esconderse antes del anochecer. Antes del anochecer, las luces se apagaban y el silencio envolvía el lugar como una densa niebla.

Sin saber qué hacer, me dirigí a la residencia del jefe, el hombre que nos había acogido al principio. Aunque sabía que sonaba desesperado, estaba decidido a pedir ayuda. Si tan solo pudiera salvar a mi hermano, daría todo lo que tuviera, incluso si eso significara vender mi cuerpo.

Al acercarme, oí una conversación filtrándose por las rendijas de la puerta y algo dentro de mí se congeló instantáneamente.

"¿No habrá más raciones?", dijo alguien. La voz sonó hueca, perdida, como si ya no tuvieran fuerzas para luchar. El hambre los había consumido a todos, igual que el aire fétido que respirábamos.

La escasez de alimentos ya era evidente, y con los constantes ataques de los necrófagos, la situación solo empeoraba. Últimamente, los rumores sobre una muralla en la fortaleza del norte corrían como la pólvora; quizá la gente solo intentaba aferrarse a alguna esperanza en medio de este caos.

En ese momento, mi corazón dio un vuelco al oír la voz del jefe. Algo en su tono había cambiado. Sonaba diferente, casi como si hubiera perdido la cordura por completo.

«Hoy… el Edén ha sido condenado», dijo con voz grave, mientras su figura proyectaba sombras en la penumbra. «La ira de Dios ha caído sobre nosotros». Su voz se alzó, resonando con fanatismo por la sala.

¡La plaga asoló el mundo y es culpa nuestra! ¡Nosotros causamos esto! —Las palabras brotaron de su boca, llenas de furia, aunque un atisbo de tristeza persistía en ellas, como si proviniera de un profundo y persistente arrepentimiento.

Guardó silencio un momento y miró a todos los presentes, pero nadie se atrevió a hablar. Simplemente permanecieron allí, con la mirada baja, atrapados en su propia miseria.

"This town needs faith... FAITH!" he shouted, nearly losing control. As he watched this madness unfold through the cracks in the door, he couldn't understand how someone could change so drastically overnight.

"Let us worship the Creator with a sacrifice! It is the only thing that can save us!" His voice rose to a manic delirium, and through the hinges of the door, I could see how his gaze had reddened, as if he had crossed the line from despair to madness.

What the hell had happened to him? This was no longer the kind, sensible man I'd known. He seemed completely drunk, drowning in a pure, all-consuming fanaticism.

"Hehehe..." A low, almost harsh laugh escaped his lips. The sound became higher-pitched, more unpleasant. "Since everyone agrees... I propose..." The smile widened, twisted, as if the idea excited him in some sinister way. "Let's throw out that child, the useless one, the one lying in his hut, wasting what little we have left!"

Chat!

"Who's there?" Her voice cut off abruptly, high-pitched and alarmed, as if someone had disturbed what little control she had left.



cristian3145544823
christian M

Creator

#zombies #Apocalitsis #Fantasia #terror #psicologico

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