Ser un príncipe no es tan maravilloso como lo imaginan, debes ser casi perfecto, estar impecable en todo momento. Ser poseedor de una agraciada apariencia, tener gallardía, buenos modales, una radiante y seductora sonrisa, seguir firmemente las reglas impuestas por tus padres y nunca desafiar su autoridad. Podría pensarse que se tenían muchos beneficios con mi posición, no lo negaré, si los había, pero no tantos como quería. Debido a mi gallardía, maravillosa personalidad y gran posición, todos se acercaban a mí encantados; podría tener a la chica que quisiera, aunque a la vez no era así, podía cortejar a toda doncella que encontrara en mi camino, pero jamás podría tomarla para una relación seria, ya que mis padres no me lo permitirían. Desde muy pequeño me enseñaron que solo podía desposar a una mujer con alta posición, y no a cualquiera, sino la que ellos consideraran digna de mí.
Desde el momento en que abrí mis ojos, mi heterocromía provocó fascinación en quienes me rodeaban, decían que había sido ungido por los Dioses, que poseía la luz del día y la oscuridad de la noche, el azul y el dorado de ambas lunas en la mirada. Al ser el primogénito del rey y, por ende, heredero de la corona, nadie me veía por lo que era realmente, solo miraban lo que me rodeaba y lo que podían obtener de mí. Mi título, otorgado desde el nacimiento, me indicaba que era un príncipe, mi formación y apariencia lo reafirmaban todos los días, pero solo me consideraban eso, una cara bonita con excelente posición social nada más. Quería jugar bromas, reír sin contenerme, ir a donde quisiera sin que a mi alrededor se formara una multitud de personas impidiéndome caminar, arrugar mi cara si algo no me gustaba, estar desaliñado si me apetecía y sobre todo que quienes se me acercaran lo hicieran por mi verdadero yo. Las normas de etiqueta y el protocolo real me impedían ser como quería, como toda mi naturaleza iba en contra del linaje familiar, opté por moldear un poco mi esencia hacia lo que se consideraba correcto.
Representaba muy bien mi papel de príncipe encantador, esa falsa identidad que cree para poder complacer a mis padres y a las personas que me rodeaban. No fue fácil aparentar ser un príncipe competente, mis habilidades en el manejo de la espada eran insuficientes casi lamentables, aun así, trataba de salir bien librado de las situaciones que se me presentaban, simulando ser portentoso en lo que no era.
Era un joven inmaduro y sin convicción de 19 años que fingía ser lo que desde antes de mi nacimiento me había sido conferido. Me acostumbré a causar admiración en los demás, a recibir constantes elogios y falsas muestras de afecto. En pocas palabras me acostumbré a ser el centro de atención, la idea de que todos somos actores en el gran escenario de la vida se arraigó en mi cabeza, y al final creí mi propia farsa. De las pocas cosas que realmente disfrutaba era salir de las murallas del castillo para surcar los cielos de Caddos, capital de nuestro próspero reino Erdine, montado en mi majestuoso y fiel Pegaso Sephyr.
Usualmente salía a pasear solo, disfrutaba sentir el refrescante viento en mi rostro, el silencio de la soledad, esa emocionante sensación de libertad que experimentaba por breves instantes. También me divertida salir acompañado de mi mejor amigo o de mi pequeño y único hermano. Jugar, ver a los mercaderes y artesanos trabajar en sus talleres elaborando los productos que vendían, disfrutar de la comida fuera del castillo, divertirme con las actuaciones ambulantes y recorrer cada rincón de Caddos, eran algunas de las actividades que realizábamos juntos. No podía alejarme mucho del castillo, así que pocas veces iba más allá de la meseta en la que se encontraba construida nuestra fortaleza. Cuando lograba escaparme trataba de hacerlo inadvertido, pero era como si el sol saliera de noche y nadie se diese cuenta, eso era algo imposible, mi llamativa apariencia no podía ser ignorada fácilmente.
Un día mis padres me anunciaron que estaba en edad de contraer matrimonio, de hacerme un hombre responsable para el futuro. En ese momento pensé que me dejarían elegir a mi compañera de vida, pero no fue así, por razones diplomáticas habían llegado al acuerdo que desposaría a la princesa de un reino vecino.
Erdine era considerada la nación más grande y próspera de toda Alteria. Mi padre, para aumentar aún más su poder y dominio, llegó al acuerdo de unir nuestra nación con la nación vecina Riveren mediante ese lazo nupcial. No me agradó la idea en absoluto, ya decidían por mí que comer, vestir, hablar y demás actividades que hacer en el día, no me pareció justo que también eligieran a la persona con la que pasaría el resto de mi vida.
Me faltaba valor para negarme a sus imposiciones, así que accedí fácilmente a conocer a esa chica que ya habían escogido para mí. Justifiqué mi apatía con el hecho de que no podía rechazar a alguien sin darle una oportunidad de conocerla. Viajamos a Riveren, la cual era una hermosa y fértil nación, por sus considerables extensiones acuíferas, una tierra poseedora de una vasta y muy diversa flora, especies fantásticas que solo se veían en ese lugar, una nación ampliamente reconocida por sus bellezas femeninas quienes predominaban en esa zona. Al ser el habitad de criaturas únicas, las cuales eran pacíficas y con habilidades extraordinarias, era increíble pensar que una tierra tan llena de vida lindara con un desierto.
Al llegar al palacio real de Riveren, el cual era inmenso y extremadamente pulcro, una construcción compleja con abundantes riquezas en su interior, inmediatamente me presentaron a mi prometida. En efecto, era una joven verdaderamente bella, toda una ondina, con el cabello largo, rubio y visiblemente sedoso, su tez era blanca, con una apariencia delicada y sus ojos eran azules como el lago más profundo. Debo admitir que en un principio su agraciada apariencia cautivó mi atención. Al tratarla su conversación era limitada, era yo el que más hablaba, ella se limitaba a sonreír de forma dulce y se mostraba muy complaciente, más que una persona parecía una muñeca de porcelana. Yo me encontraba indeciso, por el contrario, ella parecía fascinada conmigo, claro, no podría ser de otra forma.
—«Normalmente las mujeres son así, delicadas y con personalidades planas, siempre tratando de complacer al hombre» —pensé. Solo conocía ese tipo de féminas.
Como no esperaba una conversación fructífera o al menos divertida con ella, solo me basé en su apariencia y no pude negarme al mandato de mis padres. Debía resignarme a pasar el resto de mi vida con esa linda y complaciente damisela, puesto de esa manera no sonaba nada mal. Después de nuestro primer encuentro imaginé que nos frecuentaríamos para conocernos mejor antes de la gran ceremonia, que iluso fui.
Los preparativos avanzaban, pero nuestra relación se encontraba en el punto de partida. No me molesté por ello, sentí que era mejor de esa forma, así podía disfrutar de mis últimos días de libertad antes de la funesta celebración. Conforme se acercaba la fecha de mi matrimonio, una sensación de temor me invadía cada vez más, algo que imaginaba era similar a la de un condenado a muerte.
En una ocasión que dejé mis deberes a un lado, decidí salir a pasear más allá de la meseta y opté por ir en dirección a los ríos gemelos. Cuando me percaté de la hora, tenía bastante tiempo volando sobre mi noble Sephyr, por obvias razones mi compañero de aventuras se encontraba agotado, he de admitir que fui un mal amo. Descendimos en un bosque cercano para que descansara y bebiera un poco de agua, afortunadamente había un lago en ese lugar. Dispuse que regresaríamos caminando para no agotarlo más, ya que lo monté y se negó a elevar sus alas.
Como no solía caminar y era pésimo orientándome, me perdí en ese bosque, no creí ser tan torpe como para perderme en un bosque tan pequeño. Al estar caminando por lo que me parecieron horas, Sephyr comenzó alterarse un poco, él también sentía que no estábamos solos, así que me detuve para averiguar de quién se trataba. De los arbustos salieron unos sujetos de ruda apariencia y pobre aseo personal, que inmediatamente nos rodearon y obstruyeron todas nuestras salidas.
—Miren lo que tenemos aquí, un niño rico. Danos todo lo que lleves contigo —dijo con una sonrisa desafiante el que parecía ser el líder.
—No tengo nada —respondí a los bandidos. Cuando salía no cargaba oro o comida, ni siquiera una espada para defenderme, solo mi amigo Gil o mi hermanito me recordaban traer algo de eso conmigo. Me revisaron y se cercioraron de que en verdad no traía nada de valor.
—Entonces nos quedaremos con tu broche, que se ve costoso, y con tu preciado Pegaso —demandó el mismo sujeto.
Me encontraba en serios problemas, el metal con forma del emblema del reino que enlazaba mi capa no me importaba, pero no permitiría que se llevaran a Sephyr. Intenté enfrentarlos, pero dos de ellos me sujetaron para que otro tomara lo que llevaba puesto, mientras que el cuarto se llevaba a Sephyr, mi fiel pegaso puso resistencia, y yo solo pensaba en como poder salir de esa desfavorable situación, cerré fuertemente los ojos, pero nada se me ocurría, solo una llamada de auxilio interna.
Se escuchó un fuerte golpe, abrí los ojos, los tres bandidos y yo volteamos en dirección dónde provino ese sonido. Era el cuerpo de su compañero que había azotado en el suelo, de pie tras él se encontraba alguien con una capucha que impedía ver su rostro con claridad. Los ladrones enfurecieron por lo que esa persona le había hecho a su compañero y uno de ellos se abalanzó sobre él. El extraño esquivó el ataque y se posicionó a un lado del ladrón, con un movimiento veloz y preciso giró su espada y con el mango golpeó fuertemente por atrás de la cabeza del bandido dejándolo en el piso inconsciente.
Los otros dos que me sujetaban, al mirar esa increíble escena salieron corriendo dejando atrás a sus dos compañeros que yacían inconscientes en el suelo. Las fuerzas me fallaron y me desplomé en el piso, no podía creer lo que había presenciado, el extraño se acercó a mí y me tendió la mano sin emitir palabra alguna. Miré su mano y la tomé, era un poco más pequeña y delgada que la mía. No podía creer que alguien con manos tan pequeñas y delicadas hubiera hecho algo tan increíble, mi asombro aumentó al ver de cerca el rostro de quién me había ayudado mientras me levantaba del suelo.
Su rostro fue lo más hermoso que había visto jamás, su piel era clara, su cabello oscuro como la noche misma, lo que hacía resaltar todavía más su delicada tez. Lo que más me cautivó, fueron sus nítidos ojos grises, los cuales poseían un destello especial. Estaba tan fascinado con su rostro, que olvidé soltar su mano cuando me encontraba de pie y que no dejaba de mirarla.
—Eres hermosa —pensé en voz alta.
Ella emitió una clara señal de molestia ante mis palabras y bruscamente apartó mi mano de la suya, dio media vuelta y empezó a caminar. Sin pensarlo la tomé del brazo para evitar que se fuera.
—Espera, ¿dije algo que le ofendiera, señorita? —cuestioné preocupado.
Me miró ferozmente y me empujó, caí al suelo y debido al impacto no vi que dirección tomó. No podía comprender lo sucedido, ninguna chica antes me había rechazado, menos de esa manera. La busqué por todos lados para agradecerle apropiadamente, hasta que se hizo de noche. Me quedé reflexionando en que hice mal, que pude hacer para molestarla tanto, también pensaba en que no escuché su dulce voz y tampoco sabía su nombre. Si ella había vivido todo ese tiempo en Caddos, ¿cómo era posible que no la hubiera visto antes?
Vino a mi mente la idea de que quizá había sido una ilusión, puesto que jamás había conocido a una mujer que fuera buena en el manejo de la espada, que tuviera esa aura de seguridad en un combate y que además fuera tan hermosa como un ángel. Quería saber quién era ella, conocerla, darle las gracias por haberme ayudado, y sobre todo que me dijera ¿por qué no cayó enamorada de mí al verme?, no tenía sentido. Pensar en el momento en que nuestras miradas se encontraron hizo latir fuerte mi corazón, el cual antes no había notado que existía.
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