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Resina Azul (fosilizadas #1) © [EN FÍSICO]

Capítulo 1

Capítulo 1

Apr 12, 2019

Marzo

Karla Meitner era realmente atractiva. Sus ojos, sin tener una forma o color peculiares, llamaban inmediatamente la atención de todo el mundo. Sus ojos eran hipnotizantes, atrayentes, pero, sobre todo, profundos. Sus ojos poseían un brillo especial; nada más mirarla sabías que estabas en presencia de una persona sabia, concienzuda y objetiva. Y no eran solo sus ojos, también era su cuerpo y su forma de hablar, su forma de moverse y expresarse indicaba que había pasado por lo suyo, y que era persona de ser admirada por ello.

Ella misma admitía para sí que el ser atractiva, porque no era bonita, le había resuelto pequeños inconvenientes en la vida. La gente se sentía más dispuesta a ser manipulada e influenciada de esa forma, encontrándose con una "cara bonita". Sí, Karla era una manipuladora. Simplemente, había aprendido a sobrevivir así. A Karla se le daban de fábula las personas, las conocía al instante. Las calaba al instante. No era vanidosa, sin embargo, y a pesar de todo, prefería centrarse en temas más importantes de su vida. Como proteger a su hermana.

En el instituto y dentro de vida su social su cara y su cuerpo eran muy expresivos. Ahí dejaba que sus emociones fluyeran, sin más. Ahí permitía a sus hormonas adolescentes alzarse. Sin embargo, en su vida privada, como en las horas muertas que pasaba en su habitación o con su familia, no expresaba las emociones tan físicamente. Se las guardaba para dentro. Yo qué sé, una costumbre suya. De nuevo, simplemente había aprendido a sobrevivir así.

Ella sabía eso. Karla lo sabía todo sobre sí misma. También conocía los motivos de su sumisión emocional hacia algunos hombres, o porqué simplemente era incapaz de defenderse a sí misma, pero sacaba garras y dientes cuando a sus personas queridas se refería. Ella conocía a la perfección su personalidad, y el porqué de ésta, y eso iba a ser un factor crucial en su vida. Crucial y vital, en realidad. Pero eso, es otro tema.

Había estado recibiendo clases de ballet desde los cinco años, y lo había dejado después de... de ver la realidad. Su realidad. Y de sentir la horrible sensación de sentirse indefensa. Había dejado el baile por el aikido. Había dejado una actividad que le había apasionado durante ocho años, y que aún le apasionaba para apuntarse a otra por el mero hecho de que su padre biológico era incontrolable; y a pesar de todo, predecible. Karla predecía que lo de hacía dos veranos se repetiría.

Miró sus últimas puntas, que estaban colgadas en la pared. Estaban situadas junto a su antiguo cinturón blanco de aikido. Normalmente, evitaba mirar hacia esa pared. Le causaba dolor. Simplemente, recuerdos.

Bajó las escaleras corriendo, con la mochila a la espalda, cargada hasta los topes. Según ella, estaba llegando tarde al instituto. Pero solo eran las ocho y tres minutos de la mañana. Karla era extremadamente exagerada, y puntual. Por cada minuto se ponía nerviosa. Por cada segundo se extresaba. Por cada milésima le daba un infarto. Figuradamente.

···

Al llegar al instituto, y tras despedirse de su hermana Emma en lo alto de las escaleras, Karla abrió su taquilla, retirando el candado de esta. No se acordaba de lo que tenía a primera hora de la mañana. Como cada mañana, maldijo su memoria selectiva. Dejó la mochila en el suelo, en frente de la taquilla abierta. Miró su horario. Le tocaba inglés (como cada primera hora de cada lunes desde hacía seis meses) en el aula de 3ºD. Para esa asignatura no necesitaba libros, así que introdujo dentro de la taquilla los de música que había metido el viernes dentro de su mochila para estudiar. Al hacerlo, vio un pequeño papel amarillo –un post-it– en el que había cuatro números escritos a bolígrafo azul.

18:00

Se quedó unos segundos pensativa, mientras su cerebro procesaba esa simple información. ¿18:00? Por la forma en que estaban escritos esos números, obviamente era una hora. ¿Qué pasaría a las seis de la tarde? A las seis de la tarde, ¿de qué día? Terminó por soltar un suspiro e ignorar la nota. Los pasillos se estaban vaciando poco a poco. Al final, terminó por tirar el papel a la papelera más cercana mientras se dirigía a su aula. Al llegar, la profesora aún no había llegado, así que ella dejó la mochila en su sitio y se dirigió hacia donde estaban sus amigos de pie, hablando. Ellos le saludaron y ella respondió con una sonrisa sincera.

···

Karla se dejó caer en la silla frente a su escritorio. Ese lunes había sido agotador. Abrió el portátil que tenía delante e inició sesión. Estuvo haciendo sus deberes durante mucho tiempo, hasta media tarde, cuando su móvil vibró. Era un mensaje de texto, un SMS, de remitente "desconocido". Nada más ver la notificación apagó la pantalla del móvil, sin ganas de entretenerse ni distraerse. El mensaje no valía la pena. Siguió trabajando. Al cabo de unos minutos miró que su reloj de pulsera marcaba las seis y siete minutos. Casi se le hacía tarde para ir a aikido. Se levantó del portátil donde había estado toda la tarde y se vistió con la equipación adecuada para aquel arte marcial. Se calzó y cogió el móvil. Se lo quedó mirando. Y finalmente le picó la curiosidad. Encendió su pantalla, deslizó el dedo por ésta y escribió su PIN. El mensaje decía:

¿No llegas tarde a aikido? El polideportivo está en la otra punta del pueblo. Cierra bien la puerta, no vaya a ser que algo le suceda a Emma o a tus padres.

Se le cortó la respiración y se quedó un minuto paralizada, en medio de la habitación. ¿Qué de qué? Eso ya era pasarse. El mensaje había sido enviado a las seis en punto de la tarde. A las 18:00. Antes de que pudiera reaccionar, y de que su cerebro se librara de su parálisis mental, le llegó otro mensaje, del mismo remitente.

Vamos, no te quedes parada en el dormitorio... Llegas tarde. Ve a aikido. Lo digo en serio, VE. ¿Acaso no vas a aikido para saber defenderte? Necesitarás aprender rápido.

Y al cabo de tres segundos envió una carita sonriente. El emoticono le produjo escalofríos. Y el mensaje anterior también. Se giró hacia la derecha y se quedó mirando fijamente la ventana con el estor levantado. Desde allí se veía parte del pueblo y la parte alta del ayuntamiento y la iglesia. Dejó el teléfono móvil en la mesa al tiempo que, con el corazón agitado, bajaba el estor de golpe, bruscamente.

A unas calles de distancia, apoyado en la sucia ventana del ático de la iglesia municipal, un hombre enfundado en ropas negras reía. Se dio la vuelta, miró su mesa desordenada y cogió uno de los planos que ahí reposaban. Cuatro cruces rojas distribuidas entre los planos eran las únicas marcas de color presentes en aquella habitación gris y de tonalidades desvaídas. 

henartejon
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