—Deja el móvil aquí —refunfuñó el hombre armado, y el chico drogado accedió a ello. Karla no sabía si éste era plenamente consciente del propósito que parecía tener esa orden; el no poder localizarlo. El móvil -un Nokia con no menos de siete veranos- fue dejado en la mesa con un golpe seco que resonó en aquella habitación casi vacía durante unos instantes.
Ambos salieron de aquel ático. El drogadicto, con la punta del revólver en su espalda, y el hombre que lo sostenía, detrás bajaron las escaleras. Karla escuchó atentamente hasta que se cercioró que tanto el drogadicto como el otro hombre habían terminado de bajar las escaleras viejas. Era curioso, a pesar de ser viejas, estaban cuidadas y apenas crujían.
La castaña se levantó de su escondite con las manos y las rodillas temblando. Un arma. Un revólver. Aquella imagen, aquel objeto, era demasiado incluso para su personalidad madura. No esperaba encontrarse de lleno, así como así, con un objeto que quitara la vida de forma tan brusca, y rápida. Pero en realidad, reflexionó, no era el objeto, sino la persona que lo usaba, la que quitaba la vida.
Aquella figura era peligrosa. Eso era en lo único que podía pensar Karla en aquellos instantes.
Se quedó inmóvil, de pie durante unos minutos, sin darse cuenta de que el hombre armado pudiera volver. La realidad y asimilación de los actos precedentes la azotaron de golpe. Se sintió repentinamente sola, sin la presencia del adolescente drogado. A pesar de no ser la mejor compañía, quizás por tener la misma edad, y porque parecía que tampoco era su mayor deseo haberse encontrado con el hombre armado, se sintió conectada a él. Incluso a pesar de que estuviera drogado.
De repente Karla salió de su bloqueo mental momentáneo y empezó a unir las pequeñas piezas que tenía en su cabeza. Había llegado a la conclusión de que el hombre le había dado droga al adolescente a cambio de las fotos. Le había comprado. Lo que hace la gente por matarse y consumirse a sí mismo, pensó. También se podría considerar chantaje. El chico necesitaba la droga desesperadamente. Él estaba aterrorizado por la posibilidad de no tener otro chute.
Pero la cuestión era; ¿por qué quería el hombre esas fotos? ¿Por que quería saber lo que estaba pasando en el polideportivo? ¿Por qué no podía simplemente encender la televisión y poner cualquier cadena de noticias? ¿Para qué iba a usar esa información? ¿Para qué tener pruebas más específicas de los hechos?¿Acaso necesitaba esa información para asegurarse, para tener una prueba sólida de que la explosión había ocurrido? ¿Y de que una de las bombas no había estallado? ¿Quería asegurarse de que había cumplido su cometido? Él había organizado el ataque, o estaba relacionado con éste de alguna forma. Eso no era una pregunta; Karla estaba segura de ello.
Y entonces se hizo otra pregunta; ¿su hermana? ¿Había alguna posibilidad de que ese mismo hombre fuese el que había secuestrado a Emma y la estuviera chantajeando? Por supuesto que sí. Tenía que ser la misma persona, a menos que tuviera relación con su secuestrador. Porque ella había sido forzada a transportar el repetidor por orden de la persona que retenía a su hermana, y este hombre del ático parecía querer confirmar que el atentado había sido cometido. Pero también, se dijo, podría ser de los "buenos". Quizás el hombre había querido evitar el atentando y aquellas fotos le habían confirmado que no lo había logrado. Pero entonces, ¿la droga? ¿El hecho de parecer estar alojado en el ático secreto de una iglesia? No. No, no, no y no. Comprendía a las personas que decían que el resultado justifica los medios, porque compartía su opinión. Los conceptos del bien y el mal son subjetivos.
Caminó despacio hacia las cajas que estaban apiladas junto a la ventana, por ser lo que más cerca estaba de ella. Abrió una lo suficiente como para ver unos cuantos cables apilados, amontonados, desordenados. Eran diseños. Dibujos. Él había hecho las bombas. Las había construido, formado, dispuesto y diseñado, lo más seguro. Y a saber cómo había conseguido los materiales necesarios.
La castaña se acercó a la mesa donde estaban las pantallas sorteando los cristales de la botella rota. Encima de la superficie de metal se encontraban el móvil del fotógrafo, un par de folios con un boli azul encima, una caja de zapatos muy grande (un caja de botas altas, probablemente) y dos aparatos. Además de la cámara, claro. Uno de los aparatos era un walkie-talkie y el otro era un teléfono, colocado boca abajo. Era pequeñito. Karla le dio la vuelta, y lo encontró con la pantalla encendida, desbloqueado. Accedió a las últimas llamadas realizadas, y se encontró con un solo número. Un solo número que se repetía cuatro veces en la sección de llamadas salientes, y ninguna en la de llamadas entrantes. Incluso sabiendo que eso era una imprudencia, pulsó ese número. Esperó por unos segundos con el corazón encogido hasta que saltó del susto. El teléfono del fotógrafo drogado había empezado a sonar un soniquete espeluznante y cansino, con tonos muy, muy agudos. Colgó de golpe y borró la llamada del historial del móvil que tenía entre manos, así como del que estaba en la mesa.
Si aquel hombre había hecho las bombas, podría haber estado haciéndole chantaje, y entonces, podría haberse llevado a su hermana. Abrió frenéticamente todos los cajones de aquella mesa hasta que, después de haber visto tres cajones repletos de hojas grisáceas con finas líneas trazadas -mapas, planos- encontró, en el último cajón, otro móvil. Era incluso más viejo que el del adolescente de la cámara, y por su antigüedad tampoco tenía PIN, clave o lo que fuera. Narices, pensó. ¿Es que no conocían lo que eran los smartphones?
Tenía un contacto que se llamaba "k" y tenía como número... El suyo. Tenía su número de móvil. Ese dispositivo era lo suficientemente moderno, al menos, como para enviar fotografías por mensaje. Porque, en la galería de aquel aparato había una única foto; una que mostraba el hombro desnudo de su hermana. ¿Pero dónde estaba su hermana? Se preguntó con quién se comunicaría el tipo del revólver a través del walkie-talkie.
Dejó aquel dispositivo de nuevo en el cajón mientras forzaba a su cuerpo a respirar calmadamente, y a su corazón a no partirse en pedazos por la desesperación e incertidumbre que le causaba la desaparición de su hermana. Una de las pantallas que estaba encima de la mesa estaba encendida y Karla no quiso desperdiciar una oportunidad como aquélla. Tenía el sistema operativo de Windows, que Karla manejaba a la perfección. Había únicamente dos carpetas en el escritorio y ninguna de las dos tenía nombre. Ambas tenían como título una raya y una coma, respectivamente. Y dentro de esas carpetas había contenido, lo que significaba información, lo que significaba conocimiento. Karla sonrió levemente, al menos había conseguido algo bueno ese día.
La astuta castaña, por muy raro que sonara, siempre llevaba un pendrive de 32 GB colgado del cuello por un fino hilo. Así que se lo sacó del escote y lo metió en una de los puertos laterales de USB que tenía la pantalla encendida. Se fijó de en qué posición se encontraba el ratón antes de usarlo y abrió las dos carpetas. En una había un documento de word y en la otra dos subcarpetas; una con imágenes y otra con archivos de... No lo supo, no reconocía la extensión. En todo caso, arrastró las dos carpetas del escritorio hasta su pequeña caja de memoria. Queriendo que pasara lo más rápido posible, mientras se copiaba el contenido de ambas carpetas, curioseó un poco en el navegador que estaba instalado allí. No lo reconoció. No había nada en los marcadores, el historial ni el acceso rápido. Abrió una nueva carpeta y no se encontró tampoco con nada. Nada en descargas, ni en documentos, ni en imágenes, ni en archivos, ni en "archivos abiertos recientemente", ni siquiera los que estaban en la carpeta del escritorio.
Las carpetas se terminaron de copiar y Karla retiró el pendrive con cuidado, dejándolo todo como estaba, incluso el ratón. Se dio cuenta de que esa especie de escritorio no tenía silla. Raro.
Mientras lo hacía, sonó un biiip. Había llegado un mensaje al móvil del hombre armado, que estaba encima de la mesa. Karla se levantó -había estado de rodillas frente al cuarto cajón- y lo cogió. El dispositivo no reconocía el número remitente. El mensaje de texto decía "no te entretengas con el chutado. La cría acaba de salir, está en la plaza. Ve a por ella". Solo vio el mensaje en la pantalla de inicio. Eso no podía ser bueno. De ninguna forma.
Con curiosidad, se acercó a la pequeña ventana desde la cual, efectivamente, se podía visualizar la plaza desierta. La misa semanal acababa de empezar, dada la hora que era. Había, sin embargo una niña pequeña andando por ahí, de la cual no pudo distinguir más que su coronilla castaña. Ella es la cría, pensó la Karla. ¿Qué querrían de ella? Con la respiración agitada, Karla dejó el teléfono tal como lo había encontrado, encima de la mesa, y salió de aquel lugar.

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