Eran las tres de la mañana, se encontraba en pijama y había apagado la televisión. Mamá le había prohibido verla después de las once de la noche y él le prometió no verla después de la hora acordada. Aquella era una promesa que había sido siempre respetada y que nunca se atrevió a cuestionar.
Jonah había sido siempre un niño tranquilo, de pocas palabras y que amaba estar cerca de su madre.
Llegada la noche y en los momentos de tranquilidad previos a la hora de dormir, Kimberly acariciaba su rostro, su cabello y jugueteaba con sus orejas hasta que caía dormido.
A veces ella llegaba tarde, pues su trabajo era lejano y podía quedarse sin transporte. Cuando eso sucedía José llamaba a casa y notificaba a Jonah que estaba en camino para recogerla. Sin embargo, esas llamadas nunca eran después de las dos de la mañana, pues pocas eran las veces que era necesaria su ayuda.
En algún momento él supo que José era su padre, pero Kimberly le había dicho también que no podrían siempre depender de él. Primero: porque, aunque se quisieran mucho, no vivían juntos. En segunda: porque José no podía llamarlo su hijo.
Aquella noche no había recibido ni una llamada, ni una visita ni se le había preparado algún alimento. Se encontraba solo desde las tres de la tarde y las últimas palabras que escuchó de su madre fueron: “Regreso antes de que te duermas, sé bueno.”
La noche continuó avanzando y sus ojos se hicieron cada vez más pesados. En varias ocasiones su frente había golpeado el vidrio de la ventana, pues el sueño se apoderaba de su cuerpo. Las palabras de su madre habían sido literales, al menos para él. Pensaba que si se dormía no podría recibirla, pensaba que si se dormía no la volvería a ver porque ella prometió regresar antes de que eso pasara.
Los pensamientos se agolpaban en su cabeza. Tenía miedo. Sus ojos derramaban lágrimas que ignoraba para seguir mirando por la ventana.
Sin darse cuenta, cerca de las cinco de la mañana, se quedó dormido en el sofá.
El tiempo, como siempre, pasó aunque él no lo desease. El amanecer llegó y el mundo a su alrededor comenzó a tener vida.
Los pájaros comenzaban a silbar, las casas comenzaban a abrir ventanas, las calles se llenaban de gente que viajaba hacia el trabajo, la escuela o la encomienda y él dormía.
Fue a las once de la mañana que su tía apareció en la puerta. Jonah apenas la conocía y no podía recordar su nombre.
Ella llevaba puesta una playera negra del Tri, cabello corto de color rojo, los ojos hinchados y una expresión de dolor en el rostro que lo tomó por sorpresa.
Annette era la única hermana de su madre, recordó que ella era el único familiar que conocía además de José y también recordó que tras cada encuentro entre ella y su madre, había una discusión que, inequívocamente, terminaba en él siendo arrastrado por su madre fuera del lugar. En muchas de esas veces… su madre lloraba.
-Soy yo… Annette. –Dijo la mujer entre lágrimas y tratando de contenerse.
Jonah sintió miedo y comenzó a retroceder.
Ella comenzó a seguirlo y se agachó para estar a su altura.
Jonah se detuvo y se acercó con temor en sus ojos, no sabiendo si debía confiar en ella.
-Chaparro… Perdón, no pude venir antes, no sabía… Discúlpame niño. –Dijo mientras lloraba y se arrastraba hacia él con los brazos extendidos, tratando de tomarlo entre ellos.
Jonah se paralizó por el miedo y, por primera vez, fue abrazado por aquella mujer, por quien a partir de entonces se haría cargo de él.
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