Las oficinas de Figgo estaban en silencio.
No era raro para Gabriel quedarse hasta tarde, en ocasiones llegando a ser el único en el edificio entero.
El jefe de seguridad conocía esa maña suya, y cuando lo veía quedarse luego de la medianoche, incluso antes de tomar su cargo de presidente, el señor de la edad de su padre se daba un par de vueltas por la agencia, exclusivamente a hacerle compañía. Era fácil sostener una conversación con él. Tenía un carácter amable con sus conocidos, y con las personas en general, siendo que sólo con los desconocidos que le causaban recelo en su labor, era duro.
Fue ese hombre, que lo acompañó durante muchas noches en vela, quien escoltó al piso de Figgo a su visita.
En el edificio, dando las ocho de la noche, aún había un par de oficinas abiertas, de las otras empresas, pero su insistencia en acompañar a Ander a Figgo, fue por el conocimiento de que el horario laboral de la agencia había terminado a las seis, y quiso asegurarse de que, pese a conocerlo por su reputación y los años de verlo a la distancia entrando y saliendo, todo estaba en orden. Nunca había visto llegar a Ander sin su comitiva y menos a deshoras.
—Joven Gabriel —la formalidad en el tono del saludo, chocó con la consideración de un adulto a un chiquillo en las palabras—, ¿gusta que me quede para conducir fuera a su visita al terminar?
En circunstancias diferentes habría reído agradecido por el gesto del jefe de seguridad, que prácticamente lo vio crecer, a quien conocía desde la preparatoria. Sin embargo, en esa ocasión se sintió tentado a aceptarle la sugerencia, y la negó, por obvias razones.
A regañadientes, advirtiendo a Ander con la mirada, el jefe de seguridad se retiró, dejándolos a solas.
El CEO de Antares lucía espectacular en un traje gris marengo, camisa negra y pajarita azul. Un conjunto que por la mezcla de tonos resultaba una insurrección para el común negro de la ópera, y que adquiría un aire de elegancia insuperable en un hombre que podría vestirse como pordiosero, y verse más elegante que cualquier miembro de la realeza o la farándula de cualquier país.
La elegancia encarnada en unas sencillas oficinas.
—¿Y tu traje?
Más que aguardar un sí o un no, Ander esperaba la explicación a la respuesta que conocía de antemano, por la ausencia de movimientos en la tarjeta.
—No iré.
Se había preparado mentalmente por veinticuatro horas para ese momento. Podía hacerlo. O eso quería creer y rogaba que fuera.
—Envié flores.
—No se trata de las flores.
—Entonces, ¿dirás que no estás molesto porque te dejé plantado esa noche y que no era necesaria la disculpa?
Sí sabía, ¡¿por qué preguntaba?!
Controló el estallido de coraje que escaló la pregunta a lo largo de su tráquea.
—No iré, porque no seguiré cayendo en tu juego…
Ander alzó una ceja, la sonrisa brillando con un toque ligeramente burlón.
—¿Mi juego? Los dos quisimos esto. Es más, en el restaurante tú diste la pauta a saltarnos el postre e ir directo a la suite.
A lo largo del día, con la entrega de un maratonista entrenando para una carrera, formuló en su mente diversos escenarios. Negativas, insistencia o, incluso, una repentina y sencilla aceptación de su decisión, más no para que le quitara la delgada capa de hielo sobre la que se escudó, y lo encarara con la simple y llana verdad.
Su rostro pasó de la calma que consiguió reunir en un día, a la vergüenza pura en un segundo.
¡Bingo! Gritó la risueña mirada de Ander, al ver desplomarse su voluntad.
Esa forma en que jugaba con él no era parte de dos adultos llegando a un acuerdo mutuo, era la de alguien que conocía bien cómo manipular a otros y, lo peor, era que a pesar de saber qué esa era su finalidad, a pesar de entender qué pasaba, en vez de molestarse —su razón se lo imploró a gritos—; un alivio recorrió su pecho, seguido del embelesamiento de la derrota, feliz de verse vencido.
Regañarse era un acto común en él, una práctica agudizada con la llegada de Ander a su vida, y que ejerció aparentando lamentar la facilidad con que cayó ante sus encantos.
—La Traviata se estrena hoy en la sala de conciertos Rigel.
Estaba al tanto…
En cuanto se planteó la idea de resistirse a Ander, un objetivo vilmente truncado, buscó la obra a la que pretendía que asistieran. No fue difícil. A pesar de lo famosa que era Marvilla en la actualidad, las funciones de la formalidad de una ópera no eran comunes. La mayor parte de las salas de conciertos se destinaban a obras de teatro populares o a artistas emergentes, y de vez en cuando uno que otro personaje famoso que se arriesgaba a hacer presencia entre el público local, en vez de esperar que ellos viajaran dos horas a la capital del país. Que Antares estuviera asentado ahí, no implicaba que fuera un punto principal para giras.
Dar con la función fue, en ese aspecto, sencillo y evidente.
Ander no se conformaría con una repetición de una obra. Él tenía que estar en el estreno, acostumbrado a ser el centro de atención, sin considerar los peligros de que los vieran juntos.
—Habría sido la presentación ideal a público de nuestra “amistad” —continuó, como si leyera su mente y se hubiera dispuesto a debatir con ella—. Sin embargo, de aquí a que te conseguimos un traje adecuado a la ocasión, no llegaremos a tiempo —fingió lamentarlo—. Tendrá que haber un cambio de planes.
Ahí estaba de nuevo la facilidad con que lo arrastraba a su antojo, saltándose su opinión, apuntando completa y descaradamente a los caprichosos deseos de los ambos.
Gabriel se dio la media vuelta, en un último intento por mantenerse en su decisión, yendo por las llaves y el maletín, haciendo el amago de disponerse a cerrar las oficinas de Figgo, y marcharse, aunque tuviera que dejar encerrado a Ander.
Al pasar a su lado, los labios sellados para no hablar, esperó sentir el agarre de sus dedos sujetándolo del brazo.
Lo esperó para retarlo con una mirada firme, rebelándose a sus encantos… ¡Mentira! Esperó que lo sujetara, para tener la excusa ideal que aplastara su orgullo, y le permitiera caer en sus brazos.
Pero no sucedió.
Ander no lo detuvo.
Lo dejó pasar, sin moverse.
Lo dejó abandonar su oficina.
Lo dejó ir a la recepción.
Lo dejó entender que no iría detrás de él como quería, porque no tenía necesidad de hacerlo.
A unos pasos del recibidor en recepción, Gabriel se dio la media vuelta, y sin entender cuándo o cómo, regresó, con los reconocimientos enmarcados al fondo de las cuatro paredes, recortado la silueta de Ander. Esos reconocimientos que no eran suyos, y que tenían un peso que sólo ese hombre conseguía que olvidar.
La espalda de constitución atlética se movió apenas perceptiblemente, tecleando veloz en el celular.
Gabriel aún tenía la opción de marcharse, sí, y no lo hizo, se quedó en silencio esperando a que terminara con el celular, lo guardara y lo viera.
—¿Nos vamos? —ni rastro de su pequeña confrontación asomó en la interrogante.
Apretando los parpados, aceptando que era incapaz de dar una negativa, asintió, siguiéndolo, sin conocer el lugar al que irían, o si al final sería el original, la función de ópera.
Lo terrible para Gabriel fue darse cuenta de que, aunque Ander no hubiera preguntado, habría ido detrás suyo.
Ese era el problema.
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