—Y —Luz entró en la oficina cerrando la puerta tras de sí, dirigiéndose con sospechosos y apresurados pasitos hacia el escritorio—… ¿Cómo nos fue?
—¿Cómo nos fue? —Gabriel pasó una hoja releyendo la información de las finanzas del trimestre, y regresó, haciendo la comparación con las facturas en el escritorio, añadiendo una nota con un lapicero verde, sin apartar la vista del trabajo que no le gustaba hacer, y que tenía la obligación de completar— ¿Con quién o a quienes?
Los hombros de la joven cayeron, molesta por el desaire de su jefe, pese a entender que una vez que el trabajo lo atrapaba, era difícil sacarlo de ese estado de inmersión que era independiente a si le gustaba o no hacerlo. Pero, no parecía poder esperar más para satisfacer la curiosidad.
—Con el Sr. Zaldívar.
El apellido abrió un boquete en la concentración de Gabriel, que elevó la vista, de las hojas hacia la secretaria.
Dejó el fajo de facturas en el escritorio y se quitó las gafas de lectura, apoyándolas en el bonche. Agotado, de dos días de una carga de trabajo considerable, se apretó el puente de la nariz:
—Normal —movió el cuello—. No habrá nada nuevo con Antares hasta la primera revisión del proyecto y lo sabes —mejor que nadie, había que señalar, siendo que Luz llevaba la agenda de cada uno de los trabajos a cargo de la agencia.
—No pregunté por Antares.
La aclaración comenzó a despertar una diminuta inquietud que Gabriel desoyó, reacio.
—Entonces, no sé a qué te refieres.
La mirada de la joven, por lo general vivaz, marcó un claro reproche, como si le advirtiera que no la tratara como a una tonta.
—Verá, presidente —enlazó los dedos y los estiró al frente, enarbolando un brillito perspicaz en el gesto—. La bolsa que recibí el otro día por mi discreción, no me hizo ciega.
Más alarmas se desperezaron al interior del presidente. El inicio de una película de terror, la escena de advertencia del peligro inminente.
—Y como usted parece pensar que sí, seré directa —añadió una pausa dramática—: ¿Ya empezaron a salir o aún no?
Cada pieza de su compostura se fue directo al suelo, donde los botines de Luz los pisaron sin parecer preocupada por ello, o lo que podría significar: años de secretos, y dos reputaciones, una más formidable que la otra, aunque la otra siendo la propia; en juego.
—¿A qué te refieres? —ahogó un tartamudeo, y este se amarró agudo al final de la pregunta.
Y esa palidez repentina debió ser suficiente para confirmar uno de los posibles cuadros que Luz pintó en su cabeza, al paso de los meses que llevaban trabajando juntos, informándole el terreno frágil que estaba tocando y que, por su expresión, le resultaba inaudito.
—Usted no ha salido del clóset, ¿cierto?
—¡No! —fue la incriminatoria respuesta con la que Gabriel se atragantó— ¡No sé a qué te refieres! —el triste intento por salvar el pellejo— M-mejor vete. Vamos contrarreloj y necesito que revises los horarios de mañana, antes de la salida del equipo de grabación a la se-sesión en campo con la señorita Ribeiro.
Una tarea de la cual Luz ya se había encargado, y cuyo anzuelo no mordió, esperando a que el bombardeo del presidente cesara.
—¿Qué haces ahí parada aún? —preguntó, fingiendo retomar el trabajo suspendido en las hojas que apretó entre los dedos, arrugando el fajo.
Luz le dio un segundo extra para calmarse y, después, muy despacio, habló:
—No es un secreto.
Podría haberle dicho que, efectivamente, el mundo era plano, y que la idea instaurada en el común, de que era redondo, venía de cualquiera —¡la más loca!— de las miles de teorías conspiranoicas que existían (reptilianos, el gobierno, científicos locos, OVNIS, etc.), y habría sido menos devastador que la sola sugerencia de que sus esfuerzos por encubrir su orientación, fueron en vano, y esta era de dominio público.
Cabe decir que, de la misma forma, una parte de él quería que fuera así.
Si era evidente, si no triunfó ocultándolo, quizás sus padres ya lo sabrían y les costaría menos aceptarlo si se lo decía de frente, ¿cierto?
—No para mí —esclareció la secretaria, y la traicionera esperanza murió—. Crecí cerca del Paseo Arcoíris. Toda mi vida he convivido con personas de la comunidad. Podría decirse que, gracias a eso, aprendí a identificarlos —subió y bajó los hombros tras la explicación—. Trabajando aquí no tardé mucho en adivinar que era gay, sólo que pensé que usted era de los que no lo externan y no tienen pluma. Aunque —rápido sumó el resto—, mis sospechas de la otra posibilidad, igual estaba ahí…
La joven suspiró.
—Y en cuanto lo vi con el Sr. Zaldívar el otro día, creí que habría encontrada a alguien, ¡y qué alguien! —enfatizó—, por las vibras que me dieron. Dígame loca, pero soy una romántica empedernida que cree en el amor a primera vista, y todas esas cosas de clichés románticos con dos hombres guapos y exitosos, triunfando en los negocios y en el amor…
Dentro de la palabrería, al inicio pensó en cómo negarle su descubrimiento. No obstante, conforme más hablaba Luz y menos se encontraba con su rechazo o su crítica, la negativa parecía innecesaria y hasta grosera.
La detuvo de continuar con un ademán.
Que no fuera a negarlo, no significaba que quería continuar escuchándola. Necesitaba un respiro, asimilar el que alguien más supiera su orientación, y asegurarse de que no iría por ahí contándolo.
—¿Podrías no decirle a nadie?
—Ah.
La secretaria notó que se había emocionado, y se había llevado entre los pies la tranquilidad de su jefe.
Asintió:
—Lo siento. Sólo quiero que sepa que lo apoyo, soy team Ander para usted, e iré a —señaló hacía atrás, dando pasos lentos y de espaldas—… Arreglar lo de los horarios con la señorita Anna Ribeiro. Quizás se me pasó un detalle por ahí.
Dejando al pobre hombre sin saber si estaba de pie, sentado, acostado o completo, Luz se retiró.
—Presidente.
La puerta volvió a abrirse.
Luz se asomó.
—No —negó con vehemencia, estableciendo su límite de reveladora charla para ese día.
Ese límite que requería para sujetar de nuevo la cabeza en su lugar.
Veinti-tantos años ocultándose, y venía una chica familiarizada con el Pasaje Arcoíris a darle un vistazo, para tirar su fachada y dejarlo al descubierto. Era más de lo que podía manejar, con el trabajo encima y, peor, desde la consideración amable de una persona que no lo juzgaba por ser quien era.
Caos y una chispa de felicidad.
—Sí.
La contradicción de la secretaria apagó la chispa, empujándolo a levantar la vista confundido y molesto:
—¿Cómo qué no?
—Por mí.
La voz de su madre precedió el ingreso de la dulce mujer que le dio la vida. Una mujer que vestía con propiedad, de falda larga, blusa y saco, en colores sobrios complementados con recatada joyería. El cabello castaño cayendo por debajo de sus hombros y tacones no muy altos.
—¡Mamá!
Subió a lo más alto con un “contrato”, cayó en picada con Luz, volvió a subir a un espacio en el creía tener una oportunidad de no ser rechazado por alguien, y volvió a caer a lo más hondo, con su madre apoyando en el escritorio una fiambrera.
¿Escuchó la conversación? Era imposible. Lo sabía, y aun así estaba aterrado por la idea, crispando los dedos de los pies dentro de los mocasines, regulando la reacción externa.
El frío miedo que exudaba su cuerpo lo traicionó, siendo percibido por su madre al sostenerlo en brazos, al ir detrás del escritorio, haciendo que lo apartara unos centímetros.
—¿Estás bien? —examinó su rostro— Pareces enfermo —le tocó la frente, para luego negar con un movimiento de cabeza— ¡Sabía que por algo no me respondiste anoche! Estas enfermo y no querías decirme —la preocupación mezclándose con el reclamo, obligándolo a sentarse, porque sí, se puso en pie al verla entrar, impulsado por un resorte en la silla—. Hice bien en no hacerle caso a tu padre y venir a verte.
Lo obligó a sentarse, agradeciendo a Luz el haberla recibido, pero recordándole que su deber era estar atenta a los clientes en recepción, a la par que la despedía.
Por su manera de actuar, la conversación que tuvo con Luz no llegó a sus oídos, y esa certeza, aumentando con los segundos escuchando sus regaños, sus reproches, su pensamiento catastrófico sobre las mil y una enfermedades que podía estar padeciendo, y la repetición de los antecedentes médicos familiares; le permitió relajar los hombros.
—Estoy bien —aseguró, poniéndose en pie para detenerla, antes de que sacara de su bolso el termómetro.
Ese enorme bolso que conocía bien y que, a lo largo de su vida, le sorprendió incontables veces por la cantidad de cosas que contenía, dado lo previsora que era su madre.
La señora De la Cruz no le creyó y entrecerró los ojos, manteniéndolo en la mira, a la espera de encontrar una prueba que evidenciara lo contrario a su afirmación.
—Te juro que estoy bien —le besó la frente, queriendo tranquilizarla—, sólo he trabajado demasiado y no me esperaba tu visita.
—¡Eso es! Te estás excediendo en el trabajo —sin querer le dio más cuerda.
Por suerte, para ese tipo de reclamos, conocía la solución perfecta, porque era la misma con que su papá le sacaba una sonrisa y la calmaba, luego de preocuparla por no descansar. Una técnica que le vio ocupar incontables veces a lo largo de su vida.
—¿Por qué no en vez de regañarme me acompañas a comer fuera?
—Traje comida —reprochó, sospechando de sus intenciones.
—Me la puedo llevar a mi departamento y hoy, en vez de gastar tiempo cocinando, me como lo que hiciste y descanso antes.
Jalando aire, manteniéndolo al sopesar la propuesta, su madre tardó un poco en responder y, finalmente, aceptó la invitación.
—Vamos, pero —había una condición, como era de esperarse con ella—, después dejarás que te ayude a terminar tus pendientes.
—Mamá, no.
—Mamá, sí —estableció con una tierna dureza—. Aún tienes una madre y está aún recuerda cómo trabajar el negocio de la familia.
Dulces palabras con las que abandonaron la oficina, y que se le clavaron en el pecho, al chocar con el secreto que ese día sentía a flor de piel, más que nunca.
¿Qué diría la mujer que le trajo al mundo, y que lo cuidaba con tanto esmero, si se enteraba de que su hijo era gay?
Lo devastador no era la incertidumbre planteada por la pregunta… Era la respuesta que conocía de antemano.
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