Viernes por la tarde.
Gabriel abordó el jet privado sin imaginar que la primera de muchas tormentas estaba por llegar.
Cuando Ander le envió un mensaje en la madrugada, diciéndole que no olvidara su pasaporte, se negó a creer que estuviera tan loco como para hacer un viaje (juntos) al extranjero, inclinándose a pensar que, a lo máximo, irían a una zona retirada en el país.
Esa idea la mantuvo al recibida la llamada de Ander, concluida la reunión en que Figgo presentó la etapa de apertura para la publicidad de la línea de ropa deportiva de Antares, y luego de experimentar un hueco de decepción en el estómago, al verlo marcharse sin decirle nada.
—Corre. Te espero en el estacionamiento —fue la indicación.
Sus pies se adelantaron a su lógica y, con la vana excusa de: “regreso en diez minutos”, dejó la agencia, dando un receso a la vocecita cargada de culpa y exigencia, que le señalaba escandalizada el atrevimiento de irse sin más, a pesar de contar con la tranquilidad de saber que hicieron un buen trabajo y el equipo se merecía un descanso.
Obstinado en desechar la posibilidad evidente, se subió al automóvil deportivo.
En el último semáforo a la salida de Marvilla, un beso silenció su insistencia por conocer su destino.
Poco antes de las tres de la tarde, pasaron de una sala de espera privada de la que desconocía su existencia en el aeropuerto, a tomar su vuelo, dándose cuenta de que su concepción de la empresa que era Antares, y la posible fortuna de Ander, estaba lejos de la realidad. ¿Cómo era que un tipo así, iba por la vida sin un sequito de guardaespaldas?
El piloto, y el resto de la tripulación, pasó a saludar a Ander con la confianza de viejos conocidos, y no se sorprendieron por la presencia de Gabriel. Esa actitud serena lo hizo recelar, y cuestionarse cuántos hombres (y/o mujeres), antes que él, ocuparon su asiento.
Se dijo que exageraba, se recordó que no estaba en posición de ponerse celoso y, siguiendo las ordenes de sentarse y abrocharse el cinturón.
En medio de la turbulencia inicial, Ander tomó su mano.
Gabriel no era un novato volando, estaba acostumbrando, pero, aun así, no retiró la intención de Ander y ahí, en el aire, en los dominios de nadie, se permitió disfrutar del agarre ofrecido, enterándose a mitad de vuelo que su objetivo, luego de las peticiones que seguramente Ander tuvo que hacer para mantenerlo en secreto, era París, la capital del amor.
Con Ander en una videollamada, hablando en un envidiable francés, su vista fue al exterior de la ventanilla. Quiso fingir que le preocupaba ser arrastrado a Francia, así como cualquier otra idea o posibilidad existente en el rozar de las nubes, más no tuvo manera de negar que empezaba a no importarle, dándole prioridad a deleitarse con las experiencias que Ander le brindaba.
Según el horario francés, fueron alrededor de las nueve de la mañana cuando aterrizaron.
Según su horario interno, que se quedó en el aeropuerto a las afueras de Marvilla, le faltaban de cinco a seis horas de sueños, y de tres a dos de día normal para alcanzar las nueve.
Mientras Gabriel batalló por levantarse del asiento y acoplarse a la luz de la repentina mañana, Ander lució fresco y despejado al tenderle la mano, avanzando por el pasillo.
Sus dedos se entrelazaron, descendiendo.
—La junta de trabajo y las grabaciones a las que debo acudir se darán por la tarde —anunció Ander dentro del auto, saludando al chofer, que parecía conocer de antemano la dirección a la cual se dirigían—. Así que tengo unas horas para que tú, yo y tu jet lag demos un paseo por la ciudad.
Gabriel frunció el ceño:
—Si alguien me hubiera advertido me habría preparado para evitar la compañía del tercero.
Una evidente mentira. La mejor solución para el jet lag era dormir bien. Un imposible si, con la sola idea del viaje, aún sin tener idea de a dónde se dirigían, apenas si consiguió pegar los parpados. Pese a ello era una buena excusa para dar combate.
—Si alguien te hubiera advertido, habrías huido.
Se apoyó contra el respaldo del automóvil, reteniendo un bostezo que le aguó los ojos.
—Asumes con demasiada frecuencia que me la pasaré huyendo.
—¿Y no tengo motivos para hacerlo?
Sí. Sí que los tenía y se los había dado.
De no ser porque Ander se previno, yendo detrás suyo en cada ocasión, habría huido de la cena en el hotel, del paseo en el jardín botánico, e incluso de su propio departamento, como hizo con la invitación al bar.
—Los tipos intensos ya no están de moda.
—No me interesa estar a la moda —y lo decía el tipo que vestía (y modeló) el catálogo entero de temporada de Hugo Boss—…
Alzó una ceja, cuestionando la contradictoria frase.
—Sólo quiero ser una pieza de colección para cierto presidente fugitivo.
El guiño que le dedicó Ander, lo transformó en una presa cayendo torpemente en la trampa del cazador, en una trampa que en un recóndito pedazo de su ser odió, porque el resto se permitió sentirse halagado y tentado.
Apretando los labios escapó hacia París y la preciosa Torre Eiffel, enclavada en el paisaje, una vista que le ayudó a tomar tierra en la realidad, y le despegó los pies del suelo, elevándolo varios kilómetros en el cielo. Conocía París, había ido múltiples veces por trabajo y, a pesar de eso, en esa ocasión la sentía como una ciudad diferente, o incluso en un mundo distinto que, más allá de la imagen que vendió a incontables campañas aludiendo al romance, por fin le mostraba los colores que la convertían en la mítica ciudad del amor.
Llegaron, no a un hotel, sino a una vieja construcción de cinco pisos, pérdida entre las callejuelas de París, lejos del centro y su congestión, de pintura deslucidos, y aun así conservando la dignidad de su fachada, las ventanas de maderas, los balcones de piedra y el techo de tejas azules de doble agua interrumpido por las ventanas del ático.
El conductor bajó sus maletas, Ander le agradeció, le dio una indicación en francés y el hombre se marchó dejándolos en la puerta blanca.
Cargando las maletas a través de un pasillo reducido y una escalera estrecha al último piso, el ático, entraron a una estancia monoambiente, perfecta para una relajante estadía.
Aparcando las maletas en el corto recibidor, por un instante Gabriel creyó que el sitio era una renta de Airbnb, pero al ver la familiaridad con que Ander se condujo, entendió que no, que ese lugar le pertenecía.
Una botella de agua llegó a sus manos, y a medio agradecimiento, un brazo rodeó su cintura, lo atrajo hacia el firme torso envuelto en una camisa azul, y lo acorraló contra los hambrientos labios de Ander en un beso largo, devorando entre suspiros los kilómetros recorridos sin mayor contacto que el de sus manos.
Haciendo alarde de su fuerza, el CEO lo levantó enredándole las piernas alrededor de su cintura, caminando a la cama en un desnivel, cerca de una de las ventanas del fondo.
Apretó el agua sin entender la finalidad de la botella, hasta que fue a dar a la cama, con Ander encima.
—El mejor remedio para el jet lag es hidratarte bien.
—En esta posición será difícil beber de la botella —contestó con la garganta seca por el cosquilleo caluroso extendiéndose por su cuerpo.
—Cierto —cerró un ojo, fingiendo dar cuenta del fallo en sus acciones, para luego seguir siendo Ander—, por eso sería recomendable ir a la segunda mejor forma de quitarse el jet lag.
Una vil mentira se aproximaba…
—Sexo.
Gabriel abrió la boca en protesta contra del falso remedio y la excusa barata que era para sus verdaderas intenciones. De la acción sacó ventaja Ander, sujetando su mentón y bebiendo de su boca lo único que podría aliviar su sed: besos.
Besos que sofocaron las quejas y, antes que tarde, lo hicieron soltar la botella. El plástico rodó del colchón a la duela, haciendo un sonido que se perdió entre la humedad del juego de sus bocas.
La formalidad del traje con el que viajó a otro continente fue desarmada por las expertas manos de un hombre con el poder de sacarlo del país sin necesidad de preguntar. La corbata, la camisa, el pantalón, y demás prendas se lanzaron lejos de la zona de guerra en que se convirtió la cama. La desnudes predominó y, con las luces encendidas y la claridad del día entrando por las ventanas del ático, Ander lo hizo perder la cabeza.
Sus labios se enlazaron al tiempo que los dedos del hombre se ensañaron con su entrepierna, disfrutando sin reservas, e impidiendo que se tapara el rostro, de las expresiones más retorcidas y vergonzosas que recordaba haber hecho, las manos atadas por una corbata y sujetas por el fuerte agarre de Ander sobre su cabeza.
Descarado y cruel, lo expuso sin darle la posibilidad de esconderse.
Recibió entre sus piernas abiertas la intromisión de los dedos ajenos, su miembro dolorosamente desatendido, erguido y ansioso. La frustración le humedeció los ojos, y las lágrimas saltaron al sentir el lento trabajo convenciendo a su interior de abrirse.
El lubricante ayudó a paliar el dolor. No obstante, la incomodidad y el miedo continuaron ahí, latentes, haciendo que se tensara y, en vez de ayudar, dificultaron la labor de Ander, quien entregaba una ofrenda de besos a lo largo de su cuerpo, librando la presa de sus muñecas, sin desatarlas, dándole permiso de cubrir infructuosamente los quejidos usando los puños.
Apretó los parpados, en un acto que no correspondió al dolor, y que fue consecuencia del útil distractor ofrecido por Ander, al acercarse a su oído y murmurar palabras que se obligó a no registrar en su mente.
Palabras que comenzaron con alabanzas y terminaron en deseo.
Palabras que fueron de los murmullos tenues a los jadeos candentes.
Palabras que derritieron la tensión de Gabriel, logrando que Ander, despacio y paciente, se adentrara en él, consumando la anhelada repetición que estuvieron esperando y que, por alguna razón, se postergó hasta ese día y ese viaje.
El tacto de Ander le quemó la piel, grabándose, sin que Gabriel pudiera rechazarlo, en la capa más profunda y peligrosa de su ser.
A varios kilómetros de ahí, un reportero adjuntó el borrador de una nota y las imágenes que la acompañaría. Dos fotos. Una de un hotel en el mar, y la otra, del jardín botánico.
No era la primera vez que un escándalo como ese se cosechaba entre las páginas de las revistas de chismes alrededor de Ander. La diferencia entre las ocasiones anteriores y la presente, fue que, en esa, el CEO de Antares, al que se le colaban de vez en cuando escándalos con mujeres, no se afano en desaparecer las tomas con un hombre.
Envió el correo al editor, adelantando la fecha de entrega a lo acordado, un par de horas.
Si al Sr. Zaldívar no le preocupaba que se le relacionara con un hombre, Roberto Ibáñez, uno de los principales reporteros de la farándula, dudaba que fuera a importarle mucho el cambio en la programación.
Que el detalle de tiempo pusiera en riesgo o no la primicia prometida, le era indiferente. La disposición del Sr. Zaldívar a ser visto con su acompañante, a quien aún no lograba identificar, tenía la corazonada de que se debía a una muy buena razón, una mucho mejor el embarazo de una famosa. Una noticia a la que le convendría estar ligado, adjudicándose el papel del portero encargado de abrirle las puertas.
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