— Por favor, protege al príncipe, ¡promételo!
Esas eran las últimas palabras que su amado le había pronunciado antes de morir, pero era poco razonable que él pudiera entender el significado en ese momento.
Sus ojos estaban cegados por la sangre y la ira, el campo de batalla no mostraba ni una pizca de compasión; las almas errantes de los muertos deambulaban sin rumbo y el sonido de las espadas envolvía todo el lugar.
La batalla en el reino antiguo de Terna era sangrienta y dolorosa; y la razón de esta era tan absurda que hasta el más tonto se reiría, pero qué iba a saber él sobre eso. Kain solo sabía que el rey lo había enviado a la batalla cuando estaba a punto de declarar su amor a la persona muerta en sus brazos; había maldecido, gritado blasfemias al mundo y decidido que una vez que la batalla terminara le pediría a esa persona que fuera su compañero de vida, pero todo eso ya no sería posible.
—¡NO!, despierta… despierta por favor. —rogó al cuerpo inerte, pero como él mismo supuso, no obtuvo respuesta.
La desesperación se apoderó de su cuerpo y comenzó a sacudir el cadáver, como si quisiera despertarlo de una pesadilla.
Kain quería amar a esa persona, protegerlo, tocarlo y atesorarlo, pero ahora solo podía limpiar la sangre que cubría su bello rostro. —Lo siento… Yo… ¡NO PUDE PROTEGERTE! —sus lágrimas rodaron salvajemente sobre sus mejillas.
El olor a sangre estaba impregnado en el aire, las aves rapaces volaban sobre las montañas de cadáveres y sobre los heridos. La escena era trágica e inolvidable para cualquier ser vivo.
¡PAM!
Se escuchó un estruendo que asustó a las aves que estaban dispuestas a probar su manjar.
—Mataré con mis propias manos a esa basura, acabaré con su miserable vida, lo haré sufrir y rogar —su voz comenzó a temblar mientras hablaba—. Él debió morir, no tú… lo siento… —no pudo evitar gritar y desgarrarse la garganta—, no lo haré, perdóname, pero... ¡YO MATARÉ A ESA ESCORIA CON MIS PROPIAS MANOS!
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